La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina

Ha pasado. Sabía que pasaría. Después de terminar «Los hombres que no amaban a las mujeres» y escribir aquí sobre ello, me lancé a por «La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina».

No he durado ni una semana.

Siempre me da miedo empezar la segunda parte de algo que me ha gustado tanto. Es la prueba de fuego, el momento en que el autor puede destrozar el recuerdo del original. Y aquí el reto era doble. El primer libro fue un fenómeno, sí, pero también era una historia contenida, casi autoconclusiva. Lisbeth era millonaria, Blomkvist había limpiado su nombre. No había una necesidad real de volver. Y sin embargo, Larsson vuelve.

Y lo que es más difícil: lo consigue. Vaya si lo consigue.

Lo hace rompiendo el juguete. Si el primer libro era un mecanismo de relojería que te atrapaba en una isla, este es… otra cosa. Es más grande, más sucio, más ambicioso. Larsson no se limita a repetir la fórmula; la dinamita. Cambia las reglas. Coge a los personajes que adoramos y los amplifica, los retuerce. Mikael Blomkvist, ese periodista en el que (confesé) quería convertirme, queda relegado a un segundo plano durante gran parte de la novela. Y no me ha importado en absoluto.

Porque este es, sin la menor duda, el libro de Lisbeth Salander.

Si en el primero nos enamoramos de su misterio, de la fachada, aquí Larsson nos obliga a mirar detrás del muro. Nos abre su pasado, y es un lugar horrible, oscuro y lleno de cicatrices. La novela entera es un ejercicio de construcción de personaje. De repente, todo encaja. Cada tatuaje, cada ‘piercing’, cada línea de código. Todo viene de algún sitio.

«La chica que soñaba…» es una novela de furia. La trama de «tráfico sexual» es brutal, casi te saca de la lectura por su crudeza, pero es el motor que lo mueve todo. Larsson no se anda con tonterías, te lo escupe a la cara.

Y mientras, Lisbeth. Preparando su venganza, moviéndose entre las sombras, convertida ahora en la investigada. Es fascinante cómo Larsson consigue que una trama que, en el fondo, es un ‘thriller’ de conspiración bastante clásico, se sienta tan fresca. Y lo hace gracias a ella. Por supuesto, hay momentos inverosímiles (la facilidad con la que hackea todo es casi un superpoder), pero se lo perdonas. Se lo perdonas todo.

El final es… bueno, el final es una autént*. No puedes terminar un libro así. Es un gancho directo a la mandíbula que te obliga a ir a la librería a por el tercero.

Qué tragedia, lo repito, que Stieg Larsson no viera esto. Qué absoluta, puñetera y jodida tragedia.