He vuelto a jugar.
Lo escribo así, de golpe, porque tengo que confesarlo. Después de casi diez años de sequía casi total, he vuelto a coger un mando con intención de terminar algo. Una década. No quiere decir que haya estado diez años sin coger un mando. Los cogía pero solo para hacer de sparring de mis hijos en FIFA o en Fortnite. Muchas horas pero sin dedicarle tiempo a un modo historia, a un modo yo conmigo mismo.
Los que me leéis desde hace tiempo (si es que queda alguien) sabéis que esto, para mí, no es poca cosa. Siempre he sido «el de las consolas». He tenido una en cada generación. He defendido el videojuego como medio cultural. Y de repente, un día, paré.
Paré por la paternidad, sí. Paré por lo de hacerte adulto. Paré por esa sensación de que el tiempo de ocio de un adulto tiene que ser… «productivo». Que es mejor leer un libro. Que es mejor ver una película «de las importantes». Que sentarse a jugar, en el fondo, es perder el tiempo.
Y esa sensación me mataba. Porque sentía que estaba traicionando al niño que siempre fui. ¿Cómo podía yo, que defendía esto, ser el primero en abandonarlo?
Lo curioso es que el arsenal estaba en casa. No, no soy rico, pero tengo la PlayStation 5, la Xbox Series S y la Switch. El motivo es sencillo: en casa somos 3 gamers y medio. Mi mujer puede echarle tardes infinitas a Stardew Valley y en su día se perdió por completo en Animal Crossing. Y ahora, dos hijos mediante, el círculo se completa. Necesitábamos tres consolas a la vez para un trio en Fortnite.
El caso es que, ahora que mis hijos empiezan a no hacerme ni caso, he encontrado pequeñas ventanas. Y en este último año, he caído.
He caído 60 horas en Ghost of Tsushima. Y he caído otras 80 en Hollow Knight.
Ciento cuarenta horas. Entre Julio y Octubre.
SÍ, VOY TARDE A TODO.
Lo sé. Tsushima tiene años, Hollow Knight ni te cuento. Soy ese tipo de jugador: el arqueólogo. Llego cuando la conversación ya ha terminado, cuando no queda nadie con quien comentar la jugada. No tengo prisa, ¿qué le vamos a hacer?
Pero hablemos de lo importante: la culpa.
Me he sentido terriblemente mal por perder esa enorme cantidad de tiempo. Ciento cuarenta horas que podría haber dedicado a leer a autores japoneses (en vez de visitarles virtualmente), a ver cine coreano o a, no sé, aprender a hacer pan de masa madre. Cosas «elevadas». Cosas de adulto.
Y sin embargo, mientras jugaba, mientras sentía esa culpa, ha pasado algo más.
He disfrutado como un niño. Si se puede llamar disfrutar a lo que haces en Hollow Knight.
Como el niño que no traicioné, solo que estaba aparcado un rato. He sentido esa fascinación pura, esa inmersión que ningún otro medio me da. Y supongo que, si algo te hace sentir así, no puede ser una pérdida de tiempo. ¿O sí?
Supongo que de eso va también la vida. De intentar entender por qué nos gustan estas cosas y saber reencontrarlas a tiempo.
No es casualidad que me haya puesto justo con dos juegos que acaban de tener segunda parte.
¿Otras doscientas horas más antes de que acabe el año?


