Se ha muerto Albert Uderzo. Y con él, se va el trazo que dibujó mi infancia.
Para mí, Asterix no era solo un tebeo. Fue, literalmente, mi puerta de entrada a la lectura. Antes que cualquier libro, antes que cualquier novela, estuvieron esos galos irreductibles. Me leí todos los tebeos que tenían en la biblioteca de mi barrio, una y otra vez, hasta que me sabía los diálogos. Recuerdo que alguien, un familiar o un amigo de mis padres, me regaló un ejemplar rotísimo de «Asterix y la cizaña» que aún conservo, con las hojas sueltas y esa portada ajada que para mí es un tesoro.
Anhelaba con toda mi alma aquellos coleccionables en tapa dura que juntaban 5 tebeos en un tomo gordo, esos que veía en casa de algunos amigos. Afortunadamente, mis padres nunca pudieron comprármelos. Y digo «afortunadamente» porque, cuando me hice adulto y tuve mi primer sueldo, una de las primeras cosas que hice fue empezar a comprarlos yo. Uno a uno.
Ahora tengo todos los tebeos. Algunos, en varias versiones.
Uderzo era un genio. Nadie como él para transmitir la cinética, el movimiento. Esos mamporros que sonaban en tu cabeza, esas carreras, esos romanos volando por los aires… Conseguía arrancarme una carcajada sonora, de las de verdad, casi en cada página. Por supuesto que en mi estantería siempre había un Lucky Luke o un Superhumor de Mortadelo, pero Asterix… Asterix siempre será mi personaje favorito. El universo que crearon él y Goscinny era perfecto.
Por eso, desgraciadamente, también he maldecido los últimos tebeos. No puedo evitarlo. Desde la muerte de Goscinny, las historias eran cada vez más absurdas, más forzadas. Uderzo no estaba a la altura como guionista, y cada nuevo álbum era una pequeña decepción que nos recordaba lo brillante que había sido la pareja original.
Pero hoy no es día para eso. Hoy es día para abrir «La cizaña», o «El adivino», o «En Bretaña», y volver a reírse con ese trazo inimitable.
Vuela alto, Albert. Y gracias, gracias por ilustrar mi infancia.


