Lo sé, llego tarde. Llego tardísimo. Llego cuando la conversación ya ha pasado, cuando todo el mundo ha devorado el libro y ya están discutiendo sobre el legado de Stieg Larsson. Pero es lo que tiene ser un cínico. Cuando ves que «todo el mundo» está leyendo algo, una parte de ti se resiste.
Y en este caso, la resistencia venía en forma de un tomo que parecía una guía telefónica. Mi madre me dejó su ejemplar, esa edición española con la portada extraña que no dice nada, y el libro se quedó en mi mesilla de noche durante semanas, mirándome con reproche. Pesaba demasiado. La vida es muy corta para libros tan gordos.
Qué equivocado estaba.
No sé en qué momento exacto me atrapó. Al principio, la trama financiera me interesaba lo justo. Pero entonces, apareció ella. Lisbeth Salander. Y me enamoré.
Me enamoré de una forma que casi me da vergüenza reconocer. Porque no es un personaje fácil. No es adorable, no es simpática. Es un erizo lleno de púas, un código binario de furia y principios inquebrantables. Es, probablemente, uno de los mejores personajes femeninos que he leído en mi vida. Es Pippi Calzaslargas pasada por el filtro de ‘Blade Runner’.
Y luego, la otra parte de la vergonzosa confesión: quería ser Mikael Blomkvist. Sí, el periodista íntegro, el que destapa a los malos, el que (de alguna manera) se convierte en el tipo de hombre con el que Lisbeth Salander decide colaborar y otras cosas. Es el tropo de siempre, el del héroe con el que el lector (masculino) se quiere identificar. Y caí de cuatro patas.
Devoré el libro. Esas 800 páginas que me parecían un insulto se convirtieron en pocas. Me pasé dos noches en vela. La investigación, la isla, la familia Vanger… es un mecanismo de relojería perfecto.
Ahora entiendo el fenómeno. Ahora lo entiendo todo. Y solo puedo pensar en una cosa: qué tragedia tan absoluta que Stieg Larsson no esté aquí para ver esto. Para ver cómo sus personajes se han convertido en iconos globales.
Voy a por el segundo. Ya.


