Ha llegado el iPad y no estoy emocionado

Bueno, pues ya está aquí. El «slate», la «tablet», la piedra filosofal que iba a redefinir la informática. Steve Jobs se ha subido al escenario y nos ha presentado el… «iPad».

Y tengo que ser honesto: qué decepción.

A ver, empecemos por el principio. Lo admito: no soy bueno haciendo pronósticos. Pero creo que esta vez no es (solo) culpa mía. Llevamos meses de rumores, pero lo de la mañana de la keynote fue de traca. Jason Calacanis, el que fuera CEO de Engadget, se dedicó a «filtrar» características increíbles durante toda la mañana. Que si tendría dos pantallas, que si reconocimiento facial, que si correría OS X completo… El hype estaba tan disparatado que lo que esperábamos era, básicamente, la segunda venida de Jesucristo en forma de tableta.

Y entonces sale Jobs, se sienta en un sillón comodísimo (eso sí) y nos enseña… un iPhone gigante.

Un iPhone «de Bilbao».

Y claro, a todos se nos hizo poco. Poquísimo.

Toda esa expectación se desinfló en segundos. ¿Esto era? ¿Un marco de fotos digital gigante que corre aplicaciones de iPhone estiradas? ¿Sin cámara? ¿Sin multitarea real? ¿Sin puertos USB? ¿¡SIN FLASH!?

Entiendo que es el futuro y todo eso, pero de primeras, me pareció una completa tomadura de pelo. Un producto que no se sabe para qué sirve. Es demasiado grande para llevarlo en el bolsillo (como el iPhone) y demasiado tonto para hacer trabajo real (como mi MacBook). ¿Para ver películas en el sofá? Para eso ya tengo el portátil.

No le veo posibilidades de que un producto así me conquiste. No lo entiendo.

Supongo que volveré a equivocarme. Supongo que en dos años todos tendremos uno y nos reiremos de este artículo (como nos reímos de los que criticaron el primer iPhone). Pero ahora mismo, en caliente, dos días después de la presentación… el iPad me parece un «no» rotundo.