Lux

Pido disculpas por adelantado: nada de lo que leáis aquí va a estar a la altura de lo que esperáis, ni de lo que realmente merece el disco del que vamos a hablar hoy.

Cuando me enfrento a escribir sobre un monumento —«El Caballero Oscuro», «Watchmen» (la serie) u otros muchos ejemplos—, me salen unos artículos objetivamente mediocres. Me pega tan fuerte el síndrome del impostor que miro hacia arriba, hacia la cima de lo que estoy analizando, y me siento pequeño, pequeñito, pequeñito.

Aclarado eso, profundicemos en lo que, como músico (si se puede llamar así a lo que yo hago), me ha hecho sentir «LUX».

Pues que he empezado este texto una docena larga de veces. He publicado mi versión de un disco conceptual, «Chiaroscuro» de Evelyn Davies, hace menos de un mes. Creía honestamente que era un disco impresionante, con tres actos, con canciones dialogando entre ellas, varias formas de acercarme a las letras y tocando varios géneros dentro del trip-hop.

Pero ahora llega Rosalía y nos convierte a todos en microbios.

PARTE I: EL VAIVÉN CONSTANTE (O POR QUÉ LOS 4 ACTOS NO SON UNA ESCALERA)

La bofetada ha sido monumental. Lo primero que desarma es la ambición. «LUX» se presenta como un viaje espiritual dividido en cuatro actos. Sobre el papel, esto sugiere una ascensión lineal: un viaje de lo terrenal (el «Sexo, Violencia y Llantas» del inicio) a lo divino (el funeral de «Magnolias»). Pero después de escucharlo en bucle, creo que esa estructura es una pista falsa.

No es una escalera al cielo. Es un «vaivén», un péndulo constante. Rosalía no asciende; Rosalía duda. Es una mística que, como Santa Teresa, levita pero sigue anclada a sus deseos.

El Primer Movimiento es la declaración de intenciones. Encuentra su propósito en «Divinize» («Sé que fui creada para divinizar») y nos regala una copla pura, «Mio Cristo», que te deja sin aliento. Piensas: «Vale, este es el camino».

Y entonces, en el Segundo Movimiento, todo salta por los aires. «Berghain» es el caos. Es la catedral gótica convertida en el templo del techno. La Orquesta Sinfónica de Londres choca contra la electrónica, y justo cuando crees que has entendido el viaje, aparece la voz élfica de Björk (la madre simbólica, la divinidad) para ser interrumpida por el pecado en la voz de Yves Tumor: «I’ll fuck you till you love me». Es la dualidad del álbum en una sola canción: la búsqueda de lo sagrado y la rendición a lo profano.

Rosalía no ha superado lo terrenal. Baja al barro en «La Perla» (con ese humor a lo «Bizcochito» pero en clave de regional mexicano) y nos regala «De Madrugá», esa joya que rescata de la época de El Mal Querer. Nos demuestra que, para entender su «luz», hay que entender sus fantasmas.

PARTE II: EL SONIDO DE LA ERUDICIÓN (O LA HUMILDAD DEL MÚSICO)

Y aquí es donde, como músico, vuelvo a sentirme un microbio.

Estábamos acostumbrados a sus «bangers». MOTOMAMI era una máquina de dopamina. Esto no. Esto no es un álbum que persiga el algoritmo; es un álbum que exige estudio. Se sitúa cómodamente al lado de obras que usan la música de concierto para explorar la feminidad y el corazón, como Vulnicura de Björk, Ys de Joanna Newsom o Hounds of Love de Kate Bush.

Para esta búsqueda, ha usado todas las herramientas a su alcance. Y cuando digo todas, me refiero a la Orquesta Sinfónica de Londres, a la Escolanía de Montserrat y al Orfeó Català. Esto no es pop, es arte sacro.

Y luego, los idiomas. Trece.

Al principio, confieso, sentí cierto fastidio. Parecía un ejercicio de erudición innecesario, un jeroglífico que te obligaba a ir con el traductor en la mano. Pero he acabado entendiendo que es la mayor declaración de intenciones de todas. Rosalía no solo es mejor músico que nosotros; es mejor estudiante.

No canta en alemán, hebreo o árabe por capricho. Cada lengua, como ha explicado, es un intento de canalizar a las místicas que la inspiran: Hildegard Von Binge (alemán), Míriam (hebreo), Rābiʻa al-ʻAdawiyya (sufí)… Es un intento de universalidad no a través de un idioma único (el inglés), sino a través de la suma de todas las espiritualidades.

Por supuesto, es un centro de conflicto. Ya han salido expertos a cuestionar la inteligibilidad de su árabe fus’ha o las connotaciones políticas de usar hebreo moderno en lugar de yiddish. Pero es que «LUX» es eso: un lugar donde confluyen lo marketiniano y lo espiritual, el placer, el dolor y el conflicto.

PARTE III: EL REGRESO A CASA (O LA LUZ AL FINAL DEL TÓTEM)

Después de tanta opulencia, de tanta orquesta y tanto idioma, el disco podría haberse derrumbado bajo su propio peso. Pero no lo hace. ¿Por qué? Por las letras.

El maximalismo se sostiene porque Rosalía sigue siendo Rosalía. Entre la lírica más densa, de repente te cuela un dardo que te devuelve a 2024. El Tercer Movimiento está lleno de esto. «Dios es un stalker» es la Rosalía de «La Fama» reconociendo que «la omnipresencia me tiene agotada». Y «Novia Robot» es una genialidad política, un «Get Ready With Me» para el apocalipsis: «Guapa para Dios. Solo guapa para mi Dios».

PARTE IV: LA ASCENSIÓN FINAL

Y entonces, el Cuarto Movimiento. La ascensión final. Se viste de Juana de Arco en «Jeanne» (un himno queer, sin duda). Y nos regala el momento cumbre: «La Rumba del Perdón». Una Santísima Trinidad femenina con Estrella Morente y Sílvia Pérez Cruz donde las voces se funden y ella, la pecadora, ahora es la que perdona: «To’íto te lo perdono».

El viaje termina. «Memória», un fado de una belleza que duele junto a Carminho, es la despedida nostálgica. Y «Magnolias» es el funeral. Su propio funeral. Un coro celestial donde le da las gracias a Dios y nos deja su legado: «Yo que vengo de las estrellas, hoy me convierto en polvo para volver con ellas».

Se acabó. Cierras el disco y el «síndrome del impostor» es más real que nunca. Mi «Chiaroscuro» es una nota a pie de página al lado de esta catedral. Pero como escribí hace nada sobre «Malamente», aquella vez que me confundí y no entendí nada: doy muchísimo las gracias por ser coetáneo de una artista como Rosalía.

He vuelto a empezar «LUX». Sigo sin entender la mitad de las cosas. Y es maravilloso.